domingo, 1 de septiembre de 2013

ÚNICO TRAJE (IV)


Por: Marcos J. Leal C.


     Esta madrugada la madre estaba muy contenta porque llevaría a todos sus hijos a la Misa de Aguinaldos que comenzaría en la iglesia exactamente a las cuatro de la mañana.

     La mujer realiza los diez viajes con las dos latas de agua en cada viaje.  Satisfecha despierta a sus hijos.  Se lavan todos en la batea que está en el patio.  El primer café del día ya lo tiene listo.  Se lo toman en sus tacitas de peltre, se visten con su única muda de ropa y se dirigen en la fría madrugada a la iglesia.

     Caminan  todos  agarrados de sus frías manitas y los envuelven los olores a diferentes fragancias de flores a medida que pasan frente a las humildes casas, de ellas se desprenden los perfumes a rosas, jazmín, dama de noche, y ya casi llegando a la plaza, el mejor perfume le llena los sentidos: perciben el olor del dulce aroma de flores de nardos y lirios mezclados con el olor a chocolate y té.

     Se paran frente a la puerta aún cerrada de la iglesia.  Al abrirla son los primeros que entran, pero ocupan los últimos bancos de la nave central porque los primeros bancos estaban reservados tácitamente para las familias muy principales del pueblo.

     La Misa se inicia.  La mujer con sus hijitos reza con mucha vehemencia pidiendo salud para todos sus niños.  Con eso se conforma, porque a ella le sobra voluntad para trabajar y llevar a sus hijos a ser gente buena y de provecho.  Nunca pidió ni ha pedido riquezas, sólo ha implorado salud a Dios en quien cree fervientemente.

     Al llegar a las  ofrendas comienza el sacristán a recoger las contribuciones o limosnas para la iglesia.  La mujer desanuda su pañuelo.  Allí guardados tiene 
Unos mediecitos –en ese entonces de plata- para que cada uno de los  niños de su ofrenda al sacristán.

     Todos lo hacen, ella los mira con orgullo y satisfecha le da las gracias a Dios porque está segura que sus hijos serán hombres decentes y de bien. Con 
Eso se dará por  pagada y con gusto trabajará toda su vida para que eso sea así.

     A la hora de la comunión se hace una larga cola por el pasillo de la nave central, el hijo mas pequeño se levanta y toma de la mano a su madre y le dice: 
- Vente, mamá, vamos a comulgar.

     Una amable señora muy bien vestida que está en la cola se inclina y le dice al niño:
 - “Ella no puede comulgar porque vive en pecado, ella es la otra”.
    
     El niño vuelve al banco y su madre sigue arrodillada rezando una oración muy silenciosamente.

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